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Lucas 17:11-19: LA HISTORIA TRAS BAMBALINAS DE LOS DIEZ LEPROSOS

  

Escuché por primera vez la historia cuando tan solo tenía once años.  Mis padres me habían enviado a la parroquia de la comunidad para recibir clases de catecismo, pues ya tenía la edad para la primera comunión

Un jueves por la tarde, la catequista contó la historia de los diez leprosos que fueron sanados por Jesús, según Lucas 17: 11-19. Como sabemos, la imaginación de un niño es impresionante, así que yo me sumergí en la historia. Cuando nos sumergimos en una historia, es como escucharla en 3D, nos imaginamos, nos colocamos en la situación, en el lugar. Nos parece estar de pie allí, frente a los personajes.  Oímos sus palabras, vemos sus gestos expresando sus emociones.

Muchos de ustedes serán como esos nueve leprosos, mal agradecidos, porque tomarán la primera comunión y nunca más volverán a misa— dijo la mujer que nos enseñaba, haciendo una aplicación directa y cruel de la historia.

Como es natural, yo estaba impresionado con la narrativa, la sanidad de aquellos hombres aislados. La trama que escuché me fascinó. Pero, como si fuera un martillazo en la cabeza, el cambio de la trama a la aplicación —así será la mayoría de ustedes, mal agradecidos, porque tomarán la primera comunión, y nunca más volverán a misa— esas palabras retumbaron en mi mente, las recuerdo como si las acabo de escuchar hace unos segundos.

En ese momento me juré que yo no sería como aquellos 9 leprosos mal agradecidos. Quería ser como el que regresó agradecido por el milagro de sanidad que recibió. Me dije que sí, que volvería a misa cada vez que hubiera servicio.  Pero no lo niego, también fui del grupo de los nueve, mal agradecidos.  Llegó el día de la ceremonia de la primera comunión, tomé la comunión con muchos niños más. Y nunca más volví a misa. Pasé a formar parte de ese grupo de nueve, que a estas alturas ya debe ser un equipo con varios cientos de millones de personas. Caray, eran proféticas las palabras de aquella catequista.

Sin embargo, esas mismas palabras duras, activaron en mi corazón el detonante para comprometerme con Jesús para siempre.  Todas las noches de mi adolescencia, me cobijaba por completo en mi cama, y allí, en la soledad del interior de mi sábana, oraba, agradecía.  De esa manera yo quería tranquilizar mi conciencia por no ir a las misas.

La verdad, no sé si oraba bien, pero estoy convencido que Jesús me escuchaba.

En 1986, una vecina me habló de Jesús, ese personaje sanador del que yo algo sabía.  Después de unos días de escuchar a aquella mujer evangelizadora, me entregué a mi Sanador. Curó mi lepra emocional, familiar. Sanó mi conciencia, porque me dio una nueva forma de verme a mí mismo, una verdadera imagen de lo que soy, según Dios. 

Después de 35 años de seguirle, solo una vez dejé de reunirme en los cultos del domingo, por cuestiones de refugio, debido a la guerra que para ese tiempo vivíamos en nuestro país.

Escuché la historia de los leprosos sanados, en boca de una mujer, cuyas palabras fuertes me ayudaron a ser consciente de mi necesidad de relacionarme con Jesús. Cinco años después de haberla escuchado, otra mujer me contaría la historia del Sanador, de Jesús, quien me sanó.

Después que Jesús sana la lepra, el acto más sublime que el sanado puede hacer, es regresar, agradecer, y quedarse junto a él para servirle, para honrarlo por los cambios, la transformación, por la nueva oportunidad de vivir.

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