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EL ACTIVISTA SOCIAL

Mi papá murió el cuatro de julio. Cuando perdemos un ser querido el corazón busca en sus estantes de recuerdos y puede encontrar cosas maravillosas.

Yo era muy pequeño y me llevaba con él a trabajar. De regreso, caminando por una calle polvorienta, seca de tristeza, conversaba conmigo amenamente, y lo hacía con diversión, con entusiasmo. De pronto, y ya oscureciendo, —Camina adelante — me dijo — quiero ver si conoces el camino. Jaja, yo le hice caso, inflé mi pecho, di pasos firmes, y caminé unos metros para adelantarme, sin embargo, no tenía miedo, sabía que él estaba detrás, cuidándome, solo divirtiéndose un poco y haciéndome sentir seguro en aquella tarde que regresábamos a casa.
Tampoco olvidaré la vez que me prometió llevarme al cine, “El hombre araña” era la película que se estrenaba por aquellos días. Era sábado y yo estaba desesperado porque él llegara y nos fuéramos. Esperé ansiosamente en la puerta de nuestra casa hasta el momento que lo vi llegar, cansado, con hambre, y en vez de saludarlo por su llegada, le recordé nuestra cita con “El hombre araña”. Unos minutos después nos fuimos, y al llegar al cine, la frustración fue tan grande que hasta molesta recordarla: no se estaba presentando mi tan deseada película, sino otra, “El niño biónico”. Para que yo no me desanimara, él dijo que al menos veríamos esa película, que sí o sí, estaríamos en el cine. Trató de cumplir mis expectativas, aunque no estuviera en sus manos llenarlas por completo.
El cinco de Julio, dándole el último adiós, un pensamiento se sostuvo en mi mente: “mi padre fue un activista social”. Siempre trataba de animar a las personas, a los jóvenes. A inicios de la década de los 80, formó dos equipos de baseball, uno infantil, y otro juvenil. Por supuesto yo estaba en el infantil, y aunque confieso que no era muy bueno, siempre me ponía a jugar. Su hijo siempre tenía un lugar para jugar en cada partido, no importaba lo malo que fuera.
Las reuniones de los equipos se llevaban a cabo en casa. Los jovencitos llegaban cumplidamente porque él era estricto, pero generoso con su amistad hacia los jóvenes. En esas reuniones había regaños, discusión de estrategias, pero sobre todo, motivación. En el campo de juego, mucha exigencia, y al mismo tiempo estímulo. Esos muchachos llegaron a creer mucho en sí mismos, él les infundía mucho entusiasmo.
En 1983 llevó a sus muchachos a ser campeones de baseball juvenil de la ciudad. El equipo compitió con cerca de veinte equipos más hasta llegar al campeonato y vencer. Llevaron el trofeo a casa por la determinación de un hombre que los trató con exigencia, que les dio su amistad, pero que sobre todo, creyó en ellos. Esos muchachos, ahora muchos de ellos casi ancianos, recuerdan con cariño y agradecimiento a Domingo Valle, su entrenador que los llevó al campeonato.
A los pocos días de haberse bautizado, lo llevé conmigo a evangelizar, y Dios nos bendijo con la conversión de una señora. Él siempre contaba esa primera experiencia con alegría: su primer alma para Cristo. Poco tiempo después, la señora murió, pero mi padre se sentía contento de haberla ayudado a prepararse para el encuentro de su Padre Celestial. Él decía que evangelizar era el ministerio al que el Señor le había llamado, y evangelizó a todos los que pudo hasta el fin de sus días. Muchas personas de las que me llamaron para condolerse conmigo, me expresaron su admiración por la obra cristiana de mi padre.

El día de su entierro, yo tomé la pala de manos de uno de los sepultureros, para simbólicamente, dar sepultura a mi padre. Pero después de mí, se acercó un hombre mayor, con el semblante triste, reflejaba dolor por la pérdida, me pidió la pala, y siguió depositando los puñados de tierra en la tumba. En voz baja pregunté a uno de mis sobrinos quién era ese hombre —es un pastor que mi abuelito estaba evangelizando, se habían hecho buenos amigos, un discípulo de mi abuelito— contestó el muchacho con aires de alegría y un poquito de orgullo por el trabajo de su abuelito. Aquel pastor llegó a dar el último adiós a su amigo, y quiso participar en el acto simbólico de sepultarlo.
Aquel medio día, al pie de su tumba, unas lágrimas rodaron en mi rostro y en mi corazón: la lección más importante que me dio fue amar a las personas y tratar de ayudarlas, entregarme al prójimo sin reservas. Convertirme en un activista social, tal como él me lo enseñó silenciosamente con el ejemplo.
Por eso, sé que, en cada persona que pueda ayudar, en cada desalentado que pueda animar, en alguien que no tenga esperanza a quien pueda tender la mano, él, mi padre, seguirá vivo a través de mí.
Domingo Valle, descanse al lado de su Salvador, a quien sirvió hasta el último día de su vida.

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