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QUIERO, SÉ SANO…



Marcos 1:40-45
Lic. Bruno Valle G.
Jesús, el personaje del momento

Jesús fue un personaje extraordinario. Las multitudes acudían a verlo porque era el hombre sensación del momento. De repente alguien decía,  “Jesús vino al pueblo”, y en ese momento las casas quedaban vacías, y multitudes de personas acudían a ver quién era el Jesús del que tanto se estaba hablando. Otros estaban convencidos que él podía sanar a los enfermos y acudían para recibir el milagro. La gente se aglomeraba junto a él y lo apretujaba, quería verlo, tocarlo, recibir un milagro de sus manos, escuchar sus palabras.

En busca de una esperanza

Un hombre con lepra se enteró dónde estaba Jesús y quiso verlo para pedirle la sanidad. Él tenía mucho tiempo de no ver a su esposa, sus hijos, incluso, tenía años de no tocar a nadie, pues los leprosos debían mantenerse a una distancia considerable de las personas sanas, y cuando encontraban a alguien, de lejos debían gritarle, inmundo, para que nadie se le acercara.

Los seres humanos somos seres sociables, y claro, el rechazo y la soledad son las peores tragedias que puede soportar alguien que tiene corazón y sangre corriendo por sus venas. Si alguna vez usted ha experimentado estas dos condiciones, podrá imaginar “un poco” la profunda tristeza que vivía este hombre. 

El aislamiento del leproso era total. Todos lo habían abandonado: sus amigos, parientes, y no tenía acceso a su familia. Pero cuando se enteró dónde estaba Jesús, se dio prisa, y yendo por el camino, pensaba: por fin voy a volver a casa, voy a ver a mi esposa, a abrazar a mis hijos, a visitar a mis amigos, a retomar mi vida. Voy a rogarle a Jesús que me sane, que tenga compasión.  Voy a exponerle que he sufrido mucho de soledad y rechazo, estoy seguro que él me entenderá y atenderá mi petición.
Pero cuando estuvo delante del Señor, enmudeció. La santidad de Jesús, su presencia eran impresionantes, y quedó sin palabras. Sólo atinó a caer de rodillas. Y aunque quiso gritar todo su dolor y angustia delante de Jesús, esa presencia lo hizo caer mudo de impacto, asombrado ante el sanador, pues era más de lo que él había escuchado de sus amigos.

En los breves segundos que estuvo postrado, una eternidad de pensamientos pasaron por su mente: recordaba cómo sus amigos leprosos hablaban de Jesús y de la esperanza de que si venía al pueblo, ellos serían curados y volverían a casa. Todas las noches se acostaban soñando perspectivas, después de todo, qué más daba soñar con la sanidad. Eran parias en medio de un mundo altamente prejuicioso e ignorante.  Este hombre hacía  lo mismo: ¡Soñaba!

Pero aunque los demás enfermos de lepra tuvieron miedo de salir del refugio, por las multitudes que seguían al Señor, él no se detuvo. Ahora estaba frente a Jesús, y aunque quiso decir muchas cosas, decir cómo se había sentido todos esos años, al ver a los ojos de Jesús, pudo leer en ellos que ya él sabía todo eso, que comprendía cómo se sentía, y que sabía de su gran deseo de ser sano. En ese momento sobraban las palabras. Una simple petición opcional salió de su boca: “Si quieres, puedes limpiarme de mi enfermedad”. El leproso vio en los ojos del Señor que “Jesús tuvo compasión de él”.
Cuando hizo a Jesús esta petición, todos sus deseos de ser curado de aquella denigrante enfermedad, fueron cumplidos. 

Si alguna vez usted ha experimentado estas dos condiciones, podrá imaginar “un poco” la profunda tristeza que vivía este hombre.

Jesús le tocó

Aunque Marcos no dice qué fue lo que hizo el milagroso sanador, los otros evangelistas dicen que “le tocó”. MT.8:3; LC.5:13. Jesús hizo algo que nadie se hubiera atrevida a hacer: tocarlo, porque era leproso. Después de muchos años el hombre sentía la mano, el toque de una persona. Ya había olvidado la sensación de una mano, de un toque.  Cuando el Señor le tocó, él pudo darse cuenta que este hombre que sanaba era  diferente, pues no sentía desprecio por él, no lo rechazó. Jesús lo trató de un modo completamente distinto al resto de personas.  Lo trató con dulzura y compasión, sin rechazo.
Una sensación electrizante recorrió su cuerpo entero. Sintió que una energía poderosa brotaba de los dedos de aquel hombre compasivo. Pero no solo energía, sino una rara mezcla de amor y misericordia. Sintió como un baño refrescante, limpieza, fuerzas renovadas, y algo más, sintió potencia en su mente, pues también esta fue renovada.

Una alegría indescriptible lo invadió cuando vio sus manos, su piel como la de un niño recién nacido. Escuchó algunas instrucciones de Jesús, pero su alegría no le permitió escuchar bien.  Estaba centrado en su sanidad. Tampoco escuchó que el Señor le decía, “no se lo digas a nadie”. Pero  aquella petición era imposible.  El gozo de la sanidad total lo invadía, los que le conocían le preguntaban cómo era que había recuperado la sanidad. Él solo atinaba a pronunciar el nombre de “Jesús, Jesús, Jesús”. La prisa por volver a su hogar, distante diez kilómetros, era abrumadora.

Retomando la vida

Al estar cerca de casa, el lugar le pareció un poco diferente. No logró ver el brillo y la emoción que se sentían antes de su enfermedad. Al estar más cerca, logró ver a su esposa, cociendo una torta de pan en el brasero de la cocina. Vio que la mujer reflejaba un rostro triste, y aunque joven y bonita, parecía que 20 años habían transcurrido en su vida. Pero no era tiempo, era tristeza. Era soledad.

El aspecto de la mujer en ese momento demostraba estar sumida en un profundo pensamiento triste. En medio del silencio ensordecedor, que solo era interrumpido por el crepitar de las brasas, él pronunció su nombre: ¡Ester! En un sobresalto, la mujer dirigió la mirada hacia la voz conocida que la llamaba. Se asustó por un momento, pero examinó bien  aquel rostro que le hablaba.  Su voz era la de él, pero su rostro reflejaba juventud y lozana frescura. Posiblemente era un fantasma construido por la tristeza de su imaginación. Pero su fantasma se le acercó, la tocó, volvió a decir “Ester”. Ella sintió el impulso de tocarlo, abrazarlo, porque lo estaba viendo, pero la duda en su alma la detenía. ¿Y si al intentar tocarlo la fantasía desaparecía? Era preferible disfrutar aquel momento, aunque fuera fugaz.

Pero algo la llamó a la realidad: sintió que su ilusión la tomaba más fuertemente, y pronunciaba su nombre: “Ester”. De pronto entendió que no era un espejismo provocado por la tristeza. Cuántas veces no había tenido una ilusión similar. El deseo de que su marido volviera a casa sano, y que la alegría que él le imprimía al hogar retornara, la había mantenido viva hasta ese momento. Si, era él. 

Jesús, la única esperanza

Así, cuando la vida ha quedado repentinamente destruida, cuando todos nos rechazan, y solo nos queda esperar el fin, hay un toque que nos puede restaurar: el compasivo toque de Jesús. Él quiere sanarnos, devolvernos todo lo que nos fue robado, porque él vino para darnos vida, y vida abundante. Busquémoslo, para que todos nuestros sueños se hagan realidad.

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