El primer día de la semana, ya de tarde, dos corazones entristecidos y llenos de dolor caminaban rumbo a un pueblo llamado Emaús, a unos once kilómetros al noroeste de Jerusalén. Sus conciencias acongojadas les hacían sentir el ambiente lúgubre. Eran incapaces de dejar de pensar, de recordar el terrible fin que su Maestro sufrió a manos de sus verdugos romanos y de los asesinos fariseos. Es muy probable que lloraran una y otra vez por el camino. Los “por qué” venían a sus mentes, después de todo, su Maestro sólo bienes había hecho entre los hombres. No merecía un final como el que tres días atrás había tenido. No solo ellos, sino muchas personas más, albergaban el deseo que este Jesús, fuese por fin, el gran libertador de su pueblo. Pero su violenta muerte había terminado con esta esperanza, que quizás, llegó a ser la esperanza de toda la ...