LA PARÁBOLA DEL PADRE PRÓDIGO


Lic. Bruno Valle G.

Jesús contó muchas historias, pero la más recordada es “La Parábola del Hijo Pródigo”. Con pocos protagonistas, esta historia tiene como personaje principal a un muchacho malcriado y perezoso, que soñaba con vivir la “vida loca”, pero no tenía los recursos para hacerlo, solo la herencia que su padre le daría, Lc.15:11-32.

“Pródigo” significa derrochador. En realidad este pasaje de la Biblia debería titularse “La historia del derrochador”. Esto es importante, porque él jamás trabajó para ganar el dinero que su padre tenía. Su papá era un hombre muy esforzado, trabajaba grandemente, la organización de su empresa era excelente. Después de tantos años, el anciano había logrado establecerse bien y dar a su familia lo mejor que pudo. Enseñó a sus hijos el valor del trabajo y del dinero, pero al derrochador lo educó diferente: fue su último hijo, su esposa se lo dio a luz cuando él ya era casi un anciano. Por eso, en vez de criarlo como a un hijo, lo amó con amor de abuelo, consentido y sin valores.

A derrochador no le faltaba nada material, pero un día escuchó a uno de sus amigos comentar de un largo viaje que había hecho, las aventuras que gozó, y lo bien que se siente ser libre por el mundo. Fue así que aquel hijo dispuso tener su propia experiencia y pidió su herencia. Aunque la Biblia no lo menciona, seguramente su anciano padre trató de convencerlo de no cometer ninguna locura. Pero todo fue inútil. Derrochador tomó su dinero, vendió las propiedades que le heredaron, y se fue a vivir lejos, donde nadie lo conociera para vivir su propia aventura. La biblia lo cuenta mejor que yo: “Pocos días después, el hijo menor empacó sus pertenencias y se mudó a una tierra distante, donde derrochó todo su dinero en una vida desenfrenada.” Lc.15:13.

El texto nada dice de la madre, pero sí deja ver la angustia del padre por el hijo ausente. De lo que cuenta Jesús podemos inferir muchas cosas: cada día el anciano sufría por su hijo, se preocupaba pensando si le iría bien, dónde estaría durmiendo y con quienes, después de todo, el muchacho nunca había salido de su casa. Algunas veces, su esposa lo encontraba en el lado solitario de la sala, y con frecuencia una lágrima rodaba por su rostro hasta mojar su anciana barba, emblanquecida, más que por los años, por el duro trabajo. Por las tardes caminaba por la colina desde la cual podía verse el camino de apertura al pueblo, siempre con una mirada de expectativa. Todos lo miraban con tristeza, pues sabían que sus ojos perdidos en el horizonte esperaban la llegada de derrochador.
Cuando bajaba de la pequeña colina, entraba a su casa y se sentaba junto a la ventana para continuar su espera. Y así, pasaron los días, semanas, meses y años. Algunas veces preguntaba a los viajeros si habían visto a su hijo, pero nadie le daba respuesta, hasta que alguien le dio una noticia sobre un joven con las características que él describía, sin embargo, el viajero no pudo asegurarle nada, pues al joven que había visto, aunque coincidía con la descripción del anciano, solo era un pobre cuida cerdos hambriento, de ninguna manera podía ser el heredero de un hacendado. Pero conociendo a su hijo, el padre anciano sintió una estacada en el corazón que le decía que aquel era su muchacho. Aquella noche lloró profundamente, a solas, en el silencio de la madrugada, con la certeza que su hijo era el cuida cerdos del cual oyó hablar.

No solo lloró por la desgracia del hijo, sino por el gran sentimiento de culpa que creció en su ser. Él sabía que había malcriado a su hijo menor, y que le entregó una herencia que el muchacho no estaba listo para administrar.

Tres días después, sentado junto a la venta, cuando el sol estaba por caer, el corazón casi se le salió del pecho: la silueta de un hombre muy parecido a su hijo bajaba por la pequeña colina y venía directo a la casa. Cuando pudo aclarar más su vista, notó que no podía ser su hijo: era un hombre andrajoso y muy sucio, con la piel reseca, la barba larga y desaseada. Sin embargo, al salir de la casa, se convenció de que el que venía en dirección a su casa, era su hijo. Habían pasado más de cinco años desde la última vez que lo vio, pero fue su aspecto lo que lo hizo dudar. Cuando supo que era él, echó a correr con sus debilitadas piernas. Por su mente no pudo pasar ningún recuerdo negativo, de cómo el joven dejó el hogar, de cómo desperdició una fortuna que costó años de trabajo, del sufrimiento que lo hizo pasar todos aquellos años. Solo algo dominaba su ser en ese entonces: el hijo perdido, volvía a casa nuevamente.

Cuando estuvo cerca, el hijo retrocedió, pero el anciano lo abrazó y lo besó, no pudo percibir el fuerte y desagradable olor del muchacho. Lloró de alegría porque el hijo estaba de regreso. Pasados unos minutos, después de solo oír el llanto de alegría del anciano, el joven dijo: Papá, perdóname, tienes derecho de reprocharme y a no recibirme en tu casa. Pero el papá le dijo: Hijo, yo te estaba esperando.

En esta historia el personaje principal es el hijo derrochador, desconsiderado, que cae en la desgracia porque no piensa en nada más que en sí mismo. Pero la actitud principal es la del padre, quien perdona por amor, sin tomar en cuenta las ofensas. Esta historia está estructurada, no para maximizar los errores del hijo, sino para enaltecer el amor del padre dispuesto a perdonar bajo cualquier circunstancia. Es la historia del Padre que derrocha un amor perdonador sin tomar en cuenta la ofensa.

Dios sufre por los errores del mundo, incluso, por los de quien lee en este momento, pero nada es tan grande ni pecaminoso que el Padre Celestial no pueda perdonar. Solo está esperando que nosotros bajemos la colina del orgullo y de la autosuficiencia, y entremos a la casa del Padre Celestial.

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